2010-05-18

Tres etapas abertzales: miedo, ira, perspicacia


El autor interpreta el desarrollo del movimiento abertzale durante las últimas décadas con el objetivo de caracterizar la próxima fase política. Una fase que tiene como elemento básico la activación social y cuyo desarrollo dependerá, en gran medida, de la perspicacia con la que el movimiento independentista la afronte. Este artículo tiene como referencia el debate estratégico de la izquierda abertzale y plantea una prospección sobre cómo puede formularse un proceso democrático.


Para todo abertzale es importantísimo el análisis del doble aparato estatal que tiene bloqueado al País Vasco y sus diferentes movimientos y técnicas. Pero hay otro campo de exploración parecidamente imprescindible: el de nosotros mismos.

En esa introspección hallamos, entre otros temas, el sustrato emocional colectivo vasco. Y, en concreto, su evolución a lo largo de la época que representamos las generaciones todavía vivas. Pronto aparecen tres fases principales que se suceden y, a la vez, perviven: el miedo; la ira; la perspicacia.

El miedo sobrevino al pueblo vasco, una vez más y de repente, con la enorme agresión franquista. La realidad social fue sangre, angustia, exiliarse, detenciones, fusilamientos, trabajos forzados. Durante años.

Pasada la represión más cruenta, el miedo, retroalimentado por la memoria, se recrudecía ante la vigilancia policial, la continua exhibición del poder en ritos políticos, legislación sobre enseñanza, prensa, manifestación, nombres de calles. El miedo era tan general e intenso que anulaba la capacidad de respuesta. La sensación de impotencia y de fracaso lo paralizaba todo. El apego a la propia tierra, a la lengua, a la historia vivía arrinconado en la vida privada. Las huelgas de mayo de 1947 fueron reprimidas tan cruelmente que se confirmó el estado del miedo.

Sólo lentamente, sin que desapareciera el miedo, asomó un estatus emocional diferente, en el que emergía la ira. Con ella se abrió paso el análisis de hechos y situaciones. De éste derivó la exteriorización del rencor frente a lo que estaba sucediendo. Y con el rencor surgió la necesidad de rebelarse. La rebelión se convirtió seguidamente, al menos para muchos, en atrevimiento. El atrevimiento, a su vez, empujó a nuevos pasos en la dinámica de información, enseñanza, actividad sindical, movimientos ciudadanos y hasta de lucha armada siguiendo los modelos de luchas de liberación en diferentes pueblos.

El miedo se paseaba por las calles pero ya no las vaciaba. Un porcentaje de población, desigual pero muy amplio, se movía, por fin, en todo tipo de autoafirmación.

Sin embargo, al sobrevenir la transición política a finales de los 70 se presentó una opción que no era rebelión, sino pacto. Y la reacción vasca se dividió en dos sectores. Uno se hizo pactista. Seguía profesando su amor a Ama Lurra, pero desprovisto de ira. Una especie de amor sin dolor. El otro sector siguió rebelde. Pero era evidente que había disminuido la población vasca resentida y enojada.

Esa distancia interna se agrandó cuando sobrevino la doctrina impuesta por el sistema político y económico occidental: el antiterrorismo. En una parte se hallaban los vascos sin ira ni desobediencia. En la otra, los vascos rebeldes.

Éstos ejercieron entonces un blindaje de identidad. Se acentuó el despecho y desprecio hacia las alternativas en las que no había enojo ni osadía. Se apropiaron del término «abertzale», porque no era posible el amor sin sufrimiento ni rebeldía. Asimismo, se reformuló la propia ideología de manera más categórica y se decidió funcionar con una gran cohesión o disciplina interna. Se limpió la casa de todo lo que pudiera resultar ambiguo.

A pesar de aquel estado de cohesión, con el paso de los sucesos empezó a surgir la sospecha de que, si bien la propia autodefinición era efectiva y el sufrimiento era una prueba de abertzalismo, no se obtenía más que un porcentaje grato-insuficiente-cambiante de adhesiones. Dotarse de adversarios colindantes marcaba identidad pero alejaba las alianzas. Con el ataque frontal, el sistema político no devenía más frágil, sino que se redefinía, invadía institucionalmente el país y hacía terribles incursiones en la estructura abertzale.

En realidad, la división vasca y la múltiple agresividad del Estado generaban una situación tan compleja que no cabía resolverla en términos de ira-rebelión-atrevimiento. Era preciso exigirse una percepción más exacta y amplia, y crear una dinámica más efectiva.

Desde ahí empezó un fuerte debate interno, contraponiendo hechos, emociones, razones y perspectivas. En el fondo deambulaba el miedo a perder la ira. A extraviarse por caminos sin rencor ni dolor. Pasar a engrosar el sector de vascos pactistas y entrar en el parque zoológico del sistema, donde existía una fotogénica libertad de movimientos, siempre excluyendo la salida.

Así se ha llegado a una fase en el sector abertzale donde resulta esencial actuar con una extraordinaria perspicacia en tres campos diferentes: la propia realidad; los otros; el sistema.

De cara a la propia realidad, es imprescindible mantener la insatisfacción, el dolor y la ira, pero es igualmente ineludible abrir la imagen. Que la ira no tapone la alegría, flexibilidad y pasión por vivir que poseemos. Asimismo, hay que enriquecer el lenguaje. Perder toda muesca de altanería moral. ¿Cómo manejar cualidades tan dispares? Esa es la primera apuesta.

De cara a los otros, hemos de aislar claramente el odio al sistema y rechazo a sus agentes, sin involucrar a los pueblos y personas invadidas por ellos. Tampoco va a ser suficiente amar globalmente al País Vasco. Es imprescindible amar cada sector y zona, y apreciar a los vascos concretos. Por ello mismo, no hay que vencer a los otros vascos, porque no serían ellos los perdedores sino el país. La vía es interrelacionar. Ganarse la estima dándola. ¿Cómo llevar a cabo todo eso? Ahí está el segundo nivel de pericia que necesitamos.

De cara al sistema jurídico-político se debe percibir claramente que la decisión ciudadana es el instrumento clave frente a él. El esfuerzo abertzale de décadas ha creado una base importante de sensibilidad civil, que permite grandes expectativas de construcción nacional vasca. No se trata, por tanto, de forzar hechos puntuales, sino de dinamizar un proceso de autoafirmación. En ese proceso no es decisivo lo que suceda, sino cómo reaccionaremos ante lo que suceda. No hay que obsesionarse con elegir y ganar una batalla concluyente, sino en ir conquistando peldaños, ya que ése es el único modo de vencer la batalla final, que nunca, por otra parte, será definitiva puesto que un país nunca llega a su plenitud.

Ésa es la tarea. No se trata, por consiguiente, de una alternativa mágica a la fase de miedo y al estatus de ira. Se trata de un recorrido que no se deja domar ni pierde la tensión y la rabia, pero que las recicla en altos y difíciles grados de perspicacia.

José María Pérez Bustero